La sentencia del Tribunal Supremo que impone severas condenas por la supuesta comisión de los delitos de sedición, desobediencia y malversación atenta de forma grave contra los derechos fundamentales de la ciudadanía, haciendo del Derecho Penal un instrumento de intervención política limitador de nuestras legítimas libertades.
La aplicación del Derecho Penal exige la subordinación de los tribunales a los principios inviolables de mínima intervención y, sobre todo, proporcionalidad. En ausencia de estos rasgos, el Derecho Penal y la facultad de los juzgadores para evaluar, reprimir y castigar se deforma hasta convertirse en irreconocible en su legitimidad, llegándose a situar fuera del ámbito que le es propio.
Como juristas, pero antes que cualquier otra cosa, como ciudadanos y ciudadanas, nuestra sensación ante el contenido condenatorio de la sentencia dictada por el Tribunal Supremo en relación al conjunto de hechos y acontecimientos que todos conocemos como «Procés» es la de enfrentarnos, precisamente, ante ese rostro deformado de la Justicia.
En el pasado, y de forma reiterada, hemos expresado nuestro radical desacuerdo con los fundamentos jurídicos de la argumentación empleada para construir la acusación contra los enjuiciados. Continuamos sin apreciar la existencia de los hechos que justifiquen la invocación de delitos como la sedición o, en el caso de Jordi Cuixart y Jordi Sánchez, el de desobediencia. Pero este no puede ser tan sólo un debate desapasionado y estrictamente jurídico sobre la tipicidad de los hechos analizados. La sentencia del Supremo va mucho más allá de esta cuestión al atribuir relevancia penal -y no poca- a situaciones y hechos que, lejos de merecer el reproche de los tribunales, deberían encontrar amparo en el conjunto de nuestras libertades fundamentales en tanto que ciudadanos y ciudadanas . Esta es la inmensa y negra sombra que la sentencia del Tribunal Supremo proyecta sobre los condenados y sobre toda la sociedad, tanto en Cataluña como en el resto del Estado.
Una vez tolerado que el Código Penal se convierta en materia maleable susceptible de ser adaptada a voluntad para subyugar la oposición política o ideológica, las garantías democráticas que todo Estado de Derecho tiene la obligación de proveer y proteger quedan bajo amenaza y reducidas a la condición de máscara inexpresiva, de existencia formal pero inanimada. La libertad de expresión, la de reunión y manifestación; la libertad de discrepar y disentir y la de albergar la esperanza de poder confrontar las opiniones a través del diálogo pacífico. Sobre todas estas libertades se abate el texto de una sentencia que, en su propia existencia, se convierte en un inmenso fracaso y un obstáculo de muy difícil resolución para la aspiración de encontrar soluciones políticas a lo que son conflictos políticos.
El desacuerdo con el texto de la sentencia del Tribunal Supremo no debería estar condicionado por la proximidad o la distancia que mantengamos ni con las opciones políticas ni con los posicionamientos respecto al derecho a la autodeterminación de Cataluña de las personas hoy condenadas y desde hace tiempo encarceladas. Este desacuerdo debe nacer a partir de la certeza de vivir en una sociedad que hoy es menos libre de lo que lo era ayer y que lo es mucho menos de lo que lo era antes de iniciarse el Procés. Hoy se nos pretenden sustraer algunos de los pilares de nuestra existencia ciudadana. Los mismos pilares sobre los que nos apoyamos cuando nos unimos en la calle para evitar un desahucio injusto o convocamos una huelga contra la vulneración de nuestros derechos laborales. Es aquí donde radica la peligrosidad de una sentencia que no podemos compartir y que se erige en intento de legitimar el secuestro de la li